lunes, 27 de febrero de 2012

Pedro Juan Gutiérrez




Iván Villalobos Alpízar



Aquello de que los escritores lo dicen primero y mejor, de ser verdad, acierta especialmente en el caso de Pedro Juan Gutiérrez, escritor cubano que se ha convertido en uno los narradores latinoamericanos más leídos de la actualidad. Gutiérrez, un antiguo periodista quien desde su adolescencia desempeñó los trabajos más disímiles, adquiere notoriedad mundial en 1998 con su rutilante Trilogía sucia de La Habana, poco después de haber iniciado su actividad como escritor a los 44 años. Desde la fecha hasta hoy, Pedro Juan ha escrito una quincena de libros de prosa y poesía que lo han convertido en uno de los narradores más incómodos de su realidad. Después de haber leído los cinco títulos de su “Ciclo de Centro Habana”, debo confesar que he descubierto en su trabajo el testimonio más honesto de la realidad cubana que jamás allá leído o escuchado.

A diferencia de otros escritores cubanos como Zoé Valdés - radicada en París con su marido-, Gutiérrez rehúye por principio la discusión política, o tomar abierto partido contra la dictadura castrista, algo que sin embargo no ha impedido que sus libros no se publiquen en la Isla. Pedro Juan, el alter ego de sus relatos, es más bien alguien profundamente descreído de casi todo, algo neurótico, pero sobre todo obsesionado por el sexo. A pesar de su desencanto vital, Pedro Juan no es un tipo amargado, lleno de odio y frustración, sino sólo ocupado en sobrevivir en medio de la hecatombe socio-económica y cultural que lo rodea. Gutiérrez, quien hoy pasa de los 60 años, es parte de una generación disciplinada e impregnada aún por ideales revolucionarios, de los que desde hace mucho viene de vuelta, después de que, según él mismo cuenta, se cansara de obedecer y de que siempre otros quisieran marcarle el camino.

La cotidianidad de Pedro Juan, como la de todos los personajes que desfilan en sus relatos, está acaparada por la lucha por el “dólar nuestro de cada día” que le permita malvivir gracias a algún “bisnecito”, desde vender en el mercado negro, jugar lotería clandestina o enseñar a tocar tambor a algún “yuma” (extranjero). En tan desalentador escenario, sus únicos alicientes son escribir, darse un par de buenos buches diarios de ron barato, pescar, ir a nadar de vez en cuando a Guanabo y sobre todo arreglárselas para satisfacer su adicción a la droga-orgasmo.

Pedro Juan Gutiérrez, el escritor, vive desde hace 25 años en su azotea de Centro Habana, uno de los barrios más conflictivos de la ciudad, desde donde otea el paisaje de una ciudad derruída, cuyos viejos edificios se derrumban literalmente por causa del descuido, el salitre y el hacinamiento, acrecentado por cientos de cubanos que emigran a la capital en busca de una vida mejor, o de algún golpe de suerte, como enganchar a un extranjero que los rescate de su miseria cotidiana. Los personajes de Gutiérrez son jineteras, chulos, profesionales frustrados que trabajan en pizzerías o venden verduras en la sala de su casa, pajeros que se masturban en el Malecón frente a las extranjeras, familias que crían chanchos y gallinas en las azoteas de los edificios de La Habana donde no sube el agua, la mierda rebosa por cloacas y alcantarillas y los ascensores dejaron de funcionar hace mucho. No obstante, Pedro Juan es un tipo simpático y hasta tierno, quien a pesar de vivir en una realidad que lo obliga como a todos a volverse duro de corazón, no es absolutamente indiferente a la miseria de sus congéneres, y en él asoman también brotes de solidaridad, mas sólo la necesaria, pues no puede darse el lujo de dejarse ahogar en la picada marea en la que, como en la famosa corriente del Golfo, muchos luchan por alcanzar alguna orilla más hospitalaria.


jueves, 31 de marzo de 2011

Universidad y pensamiento crítico


Iván Villalobos Alpízar


Poco hace que encontré en un blog el comentario de un profesor universitario (¡sic!), quien afirmaba con una certeza a prueba de toda duda, que ‘pensamiento crítico’ sólo “había” en las Universidades públicas. De tan extraña formulación verbal, desprendí que el pensamiento crítico estaría contenido dentro de los campus universitarios a la manera de una bolsa conteniendo jocotes. Según este extraño modelo “caja de leche” del pensamiento crítico, lo que se hace dentro de las universidades, únicamente por esta determinación espacial, nacería con una especie de “ISO de criticidad”, mientras que lo que acontece fuera de las aulas representaría una especie de mar neblinoso, poblado de sapos y culebras. Para el caso de nuestra UCR, siguiendo este peregrino enfoque, el ‘pensamiento crítico’ se interrumpiría hacia el noroeste a la altura de la Rotonda de Betania, para emerger de nuevo a partir de las instalaciones deportivas en Sabanilla, quedando irremediablemente clausurado en derredores de Barrio Carmiol. La Calle de la Amargura, no obstante, presentaría un status algo problemático según esta visión, pues para muchos esta calle y sus aledañas son una especie de prolongación del campus universitario. Lo cierto es que los vahos del guaro que de manera ahíta saturan allí el ambiente, aturdirían visiblemente, aunque de forma momentánea, la capacidades críticas de los profesores, alumnos o el personal administrativo que gustan de socializar por esos predios.

Sarcasmo a un lado, es increíble que haya personas que se crean a pie juntillas este tipo de ficciones. La Universidad puede ofrecer un espacio ideal para el desarrollo del pensamiento y la investigación, deparando excelentes frutos, pero también favorecer toda clase de chapuzas. No hay ninguna garantía. Más aún, los que creen que dentro de la Universidad todo es ‘bueno’, mientras que afuera todo ‘malo’ o ‘sospechoso’, parecen ser completamente ciegos frente a las dinámicas de poder al interior de la institución universitaria. En las instituciones se premian no pocas veces simpatías y amiguismos, sino también toda suerte de pueriles obediencias ideológicas, por encima de cualquier otro criterio. “Élites”, discursos hegemonizantes y clientelismos existen también en las universidades, los que hacen del ascenso en el escalafón académico no siempre el mecanismo más transparente. Más aún, es inadecuado hablar de una universidad en singular, pues a lo interno de cualquier institución, sobre todo la universitaria, existe una pluralidad de opiniones y opciones políticas, muy a pesar del talante intolerante y sectario de algunos docentes y estudiantes.

Entonces, ¿de dónde tanta beatería a la hora de tomar distancia crítica con respecto a la Universidad? ¿De dónde la resistencia a reconocer que ella es también un lugar de reproducción de ideología? Pensar críticamente supone ineludiblemente la independencia de criterio, más allá de gregarismos intelectuales de cualquier tenor. Sólo los individuos, por lo demás, “piensan críticamente”, nunca las instituciones, por más loables que éstas nos parezcan. Esto no impide, sin embargo, que en la tarea del pensar crítico, que supone un esfuerzo constante, tengamos compañeros de ruta con los cuales compartimos intereses, ideas u opiniones en común, de manera coyuntural o bien de largo aliento, si bien nunca habrá garantía de que aquéllos con los que hoy transito, mañana no estén en la “acera de enfrente”. Ante la provisionalidad e incertidumbre inherente a los acuerdos y consensos sociales, la única llave para la convivencia resulta ser la tolerancia, un valor lamentablemente tan vilipendiado por muchos, comenzando por los intelectuales. Sólo ella puede garantizar un espíritu, tanto dentro como fuera de las universidades, que aunque asuma el debate y el conflicto plenamente, posibilite a los seres humanos comunicarnos y debatir sin echar mano a la difamación, la mentira o la violencia bruta.


jueves, 17 de marzo de 2011

Claude Lefort: la democracia, negación del totalitarismo



Quantcast

Por Sergio Ortiz Leroux


En octubre de 2010 murió el filósofo francés Claude Lefort. Por desgracia, su obra filosófica-política no ha sido suficientemente divulgada en nuestras tradiciones académicas e intelectuales. Salvo honrosas excepciones –como las revistas Metapolítica en su primera época y Casa del Tiempo–, su pensamiento político se ha discutido, hasta ahora, en reducidos círculos académicos de México. Quizá este olvido se deba, entre otras razones, a que el filósofo cofundador, junto con Cornelius Castoriadis, de la mítica revista Socialisme ou Barbarie, pertenece a una especie política en peligro de extinción: la de los pensadores.

En su prolífica obra (en castellano Las formas de la historia. Ensayos de antropología política, México, FCE, 1988; Ensayos sobre lo político, Guadalajara, Universidad de Guadalajara, 1991; La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990; La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004; El arte de escribir y lo político, Barcelona, Herder, 2007; y Maquiavelo. Lecturas de lo político, Madrid, Trotta, 2010), Lefort hace del pensamiento un motivo para reconciliarse –y de paso reconciliarnos– con el acontecimiento clave que marcó a su tiempo y generación: el totalitarismo. Para el pensador nacido en 1924, el fenómeno totalitario no surgió del vacío; no es fruto de seres malignos o mentes sádicas con complejos de inferioridad, ni tampoco es una forma velada que asume el Gran Capital o una casta burocrática para reafirmar su dominación sobre el proletariado. El totalitarismo, por el contrario, es la experiencia sociopolítica que define al siglo XX. No existe, según Lefort, otro acontecimiento que haya puesto a prueba de manera más palpable el sentido de lo humano y de lo inhumano, de lo justo y de lo injusto, como el totalitarismo. Todo es posible en la sociedad totalitaria. Nada del más acá le resulta ajeno.

La democracia como negación del totalitarismo

El peso de la experiencia totalitaria no paralizó la iniciativa de Claude Lefort. Por el contrario, nuestra autor elabora, en respuesta a este acontecimiento político singular, una filosofía política de la libertad o, si se quiere, de la democracia como negación del totalitarismo. Desde el binomio democracia/totalitarismo, Lefort construye una filosofía política que tiene como punto de partida una nueva teoría delo político. En clave lefortiana, lo político no es un hecho, una cosa, una conducta o una superestructura, sino es, ante todo, un espacio simbólico al cual debemos arrancarle su significado. Para Lefort, el significado de lo político no puede ser reducido a una teoría de las instituciones políticas –como supone la ciencia política positivista– ni puede ser disuelto en una filosofía de la historia y del sujeto de la historia, cuya fuerza normativa ha acabado por determinar el sentido y las formas de la acción –como supone el marxismo–, sino que lo político tiene un sentido instituyente que no puede agotarse en lo instituido.

Desde la irreconciliable diferencia entre la sociedad civil y el Estado, entre lo político y lo social, Lefort elabora una teoría simbólica de la democracia y el totalitarismo. El auge del totalitarismo, tanto en su vertiente fascista como en su variante comunista, nos coloca, según Lefort, en la necesidad de volver a interrogara lo político, en este caso a la democracia. Preguntar por la democracia implica elucidar los principios generadores de una forma de sociedad en virtud de los cuales ésta puede relacionarse consigo misma de una manera singular a través de sus divisiones. En la óptica que nos abre Lefort, la democracia no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado, o a un procedimiento para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos, sino es, ante todo, una forma de sociedad, es decir, un tipo de constitución y un modo de vida radicalmente opuestos a la sociedad totalitaria. Esta última forma de sociedad, según Lefort, se instituye a partir de la negación de los dispositivos simbólicos de la democracia, es decir, es el resultado de la inversión de sentido del régimen político que se construyó a partir de la distinción entre el polo del poder, el polo de la ley y el polo del saber, y de la aceptación de la división social, el conflicto y la heterogeneidad social. En el fondo, lo que se aprecia en el totalitarismo es una tentativa de apropiación por parte del poder, de la ley y el conocimiento de los principios y fines últimos de la vida social. Secuestro que encuentra en la figura del Partido al principal agente de la fusión entre el Estado y la sociedad civil, y de la identificación entre el Pueblo, el Proletariado, el Estado y el famoso “Egócrata” retratado por Alexander Solzhenitsyn en su Archipiélago Gulag (1973).Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen por ningún lado en la ciencia política y el marxismo, que reducen toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos en la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política.

¿Muerte del totalitarismo?

Con la llegada del siglo XXI, muchos analistas afirman que el totalitarismo ya es cosa del pasado. Entre las numerosas sorpresas que deparó el arribo del tercer milenio de nuestra era, destaca precisamente el “final” de los regímenes políticos que se instituyeron a partir de la imbricación entre los polos del poder, el saber y el derecho, y de la negación de la división, el conflicto y la heterogeneidad sociales. Los demonios del totalitarismo, aseguran, ya fueron exorcizados por los ángeles de la democracia. Después de la larga noche totalitaria, se avizora un prometedor amanecer democrático que, sostienen, ya no será interrumpido por nada ni por nadie.

Claude Lefort no comparte el optimismo de aquellos que afirman que el totalitarismo ya fue depositado por la democracia en el basurero de la historia. Desde su mirada, la democracia moderna no ha encontrado en el presente ni encontrará en el futuro la vacuna contra el virus totalitario. Siempre que la incertidumbre que activa la sociedad democrática deviene insoportable por razones políticas, económicas o sociales; siempre que el deseo de pensamiento es sustituido por una exigencia desmesurada de creencia, aparece en el horizonte inmediato el fantasma totalitario. Nada sencillo resulta vivir en una forma de sociedad en donde no existen garantías últimas sobre el sentido del poder, el derecho y el saber sino todo está sujeto a una invención permanente. La democracia, en clave lefortiana, es una sociedad que requiere inventarse a sí misma de manera constante o el riesgo de retroceder al totalitarismo es inevitable.

Si lo anterior es cierto, entonces no existen razones suficientes para afirmar que el totalitarismo desapareció definitivamente de la faz de la tierra por el simple hecho de que murió el nazismo y desapareció el comunismo soviético. Por el contrario, el fantasma del totalitarismo continúa interpelando a las sociedades contemporáneas, porque las representaciones simbólicas que le dieron sentido y proyección histórica a ese régimen político continúan seduciendo el imaginario de los mortales. En cualquier momento, como advirtió magistralmente Alexis de Tocqueville, el deseo de libertad que alimenta a la democracia puede mutar en deseo de servidumbre.Ciertamente, muchas de las bases institucionales o de los rasgos empíricos del régimen comunista han desaparecido, cambiado o perdido mucho de su identidad original. Con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la desintegración y posterior desaparición de la Unión Soviética a principios de los noventa, el totalitarismo pareciera haber recibido un golpe mortal. Los enemigos de la democracia, se afirma, ya no son los viejos totalitarismos de derecha o izquierda, sino los fundamentalismos religiosos, el terrorismo y los nacionalismos extremistas. Sin embargo, las cosas no son tan sencillas como aparentan a primera vista. En efecto, si nos detenemos en este nivel de la reflexión, corremos el riesgo de confundir o mezclar dos dimensiones de análisis que Lefort se ha preocupado en diferenciar: el dispositivo institucional y el dispositivo simbólico de los regímenes políticos modernos, es decir, la diferencia que existe entre el desarrollo de facto de las sociedades democráticas o totalitarias y los principios que le han dado sentido a esas sociedades. En la obra de Lefort, no lo olvidemos, el análisis crítico de las representaciones simbólicas (lo instituyente) tiene un estatuto propio y es tan importante como el análisis de las bases institucionales (lo instituido).

La democracia, afirma Cornelius Castoriadis, es el régimen del riesgo histórico y, por eso, es un régimen trágico. La tragedia de la democracia radica, entre otras cosas, en que en cualquier momento las certezas acerca de la naturaleza, el sentido y el porvenir de la sociedad pueden remplazar a las incertidumbres sobre el origen y el destino de lo social; y la voluntad del Uno (sea éste el partido político, el césar democrático o el demagogo mediático) puede erigirse como depositaria o heredera de la voluntad de los muchos o de todos. La democracia le exige al ciudadano de a pie un deseo de libertad, una pasión por la exploración de lo desconocido, una voluntad de autonomía individual, en suma, una mayoría de edad kantiana que el totalitarismo jamás le va a solicitar.

Pero la democracia no puede ser vista, en clave lefortiana, como una estación de paso necesaria rumbo a la terminal totalitaria. Si así fuera, estaríamos dándole a la democracia un tratamiento de simple causa y al totalitarismo de mera consecuencia. Para Lefort, las relaciones causa-efecto pierden toda validez en el orden de lo simbólico. Empero, ello no exime a la democracia del peligro de caer en las redes de la “servidumbre voluntaria” (Etienne De la Boétie). Cuando crece la inseguridad de los individuos –como consecuencia, por ejemplo, de una crisis económica o de una guerra civil–; cuando el conflicto entre los grupos, las clases, las etnias o las nacionalidades se polariza hasta el extremo y no encuentra ya resolución simbólica y provisional en la esfera política; cuando el poder parece decaer hacia el plano de lo real y se muestra dentro de la sociedad como algo particular al servicio de unos cuantos; cuando la búsqueda de la verdad es sustituida por la Verdad revelada por Dios, la Historia o la Naturaleza; cuando todo ello sucede, se desarrolla entonces, según Lefort, el fantasma del pueblo-Uno, la búsqueda de una unidad sustancial, de un cuerpo unido a su propia cabeza. Quizá la lectura de la obra Lefort pueda ayudarnos a advertir los peligros que arrastran los viejos y nuevos fantasmas totalitarios de nuestro tiempo. Si cumpliéramos esta tarea, le rendiríamos a Lefort el mejor de los homenajes a unas semanas (meses, I.V.A.) de su fallecimiento.

miércoles, 9 de marzo de 2011


Durante las últimas semanas hemos presenciado un impresionante estallido de protestas a lo largo y ancho del mundo árabe, cuyo desenlace ciertamente es imposible de determinar.

Lo que empezó en diciembre pasado en Túnez, como un movimiento pacífico de protesta que exigía la renuncia del dictador Ben Alí, se ha ido extendiendo como un reguero de pólvora a sus vecinos, en especial a Egipto, Argelia, Yemen, Bahrein y Libia, donde la reacción del gobierno del delirante Gaddafi ha sido brutal y sanguinaria, y ha hecho palidecer la represión del régimen autoritario de Mubarak en Egipto.

Este movimiento no ha distinguido entre aliados de EE.UU. como Mubarak y enemigos de Israel, como Libia, y su denominador común ha sido la presencia en todos ellos de jóvenes conectados a redes sociales como Facebook y Twitter, que exigen más democracia y libertad, y la ausencia de un fuerte movimiento religioso islamista al estilo de la Revolución Iraní de 1979, como muy bien lo subraya mi estimado colega filósofo argelino y amigo Nacer Wabeau en un reciente artículo publicado en el diario La Nación, donde incluso califica a estos movimientos como “postislamistas” (La Nación, 20/02/11).

La lectura de Wabeau, un conocedor de primera mano del conflicto, en principio nos debería llenar de optimismo y esperanza a todos aquellos que hoy en día creemos que la democracia como régimen político es inseparable de la laicidad y que la religión debe estar separada del Estado y de la toma de decisiones políticas. Sin embargo, también debemos tener claro que la actual correlación de fuerzas no garantiza que en todos estos países se fortalezcan los regímenes laicos.

Como señalaba el recientemente fallecido filósofo político Claude Lefort, la característica esencial de la democracia es la incertidumbre. Aunque minoritarios, los partidos islamistas en la región cuentan con una organización sólida construida a lo largo de muchos años, que al final de cuentas puede resultar siendo muy ventajosa en una situación de caos, pues su imagen de garantes del orden y la estabilidad no deja de ser atractiva para muchos. Esto es especialmente preocupante en el caso de Egipto, por la enorme importancia que tiene este país en el mundo árabe. Por eso, podemos decir que lo que pase en los próximos meses en Egipto marcará el futuro de toda la región.

No podemos saber cuál será el futuro de Egipto y del mundo árabe en general. Sólo podemos esperar que en esta región se dé una transición pacífica y ordenada hacia regímenes que no sólo sean laicos sino realmente democráticos, sin dirigentes vitalicios como Mubarak, ni “Líderes Supremos” mesiánicos como Gaddafi, pero que además promuevan la paz y la prosperidad en todo el Medio Oriente, lo cual debe incluir, como señala Wabeau, una pronta solución al aún pendiente conflicto entre palestinos e israelíes que tome en cuenta las legítimas aspiraciones de ambos pueblos a vivir (y convivir) pacíficamente.

viernes, 4 de marzo de 2011

ANÁLISIS



La revolución árabe y la izquierda latinoamericana



Joaquín Villalolobos


En los últimos 50 años, buena parte de la izquierda latinoamericana definió su identidad bajo el paradigma de la revolución social que estableció el modelo cubano, con salud y educación como sus grandes ejes de transformación. La democracia no fue considerada revolucionaria, sino "burguesa". Las derechas y sus dictaduras tampoco tuvieron como paradigma a la democracia, sino a la modernidad mediante el desarrollo económico. Ambas corrientes consideraron que si atendían las necesidades sociales o el progreso económico, las libertades democráticas no tenían importancia. Había en Latinoamérica solo un autoritarismo de izquierda en Cuba, el resto eran dictaduras de derecha. En la primera preferían expulsar a los opositores y en las segundas asesinarlos. El resultado, en ambos casos, fue pobreza sin libertades e inestabilidad durante décadas, con sociedades en conflicto permanente.

Estados Unidos despreció igualmente a la democracia para Latinoamérica, la "alianza para el progreso" puso énfasis en el desarrollo económico y no en las libertades. Con el anticomunismo como política, realizó intervenciones, aisló a Cuba y respaldó dictadores, golpes de Estado, fraudes electorales y matanzas. Esta situación comenzó a cambiar con la política de derechos humanos del Gobierno de James Carter, que fue determinante en la caída del dictador Anastasio Somoza de Nicaragua en 1979. La posición de Carter fue visionaria en plantear los derechos humanos y la inclusión de la izquierda. Sin embargo, la reacción conservadora estadounidense trajo con la administración Reagan el conflicto más cruento que haya vivido el continente. Así, en Centroamérica, durante los 80, cientos de miles murieron en una guerra que, teniendo raíces propias, se interpretó como un apéndice de la guerra fría.

Luego de múltiples luchas populares, los derechos humanos y la democracia comenzaron a convertirse en los valores hegemónicos de la política y en los factores de legitimación de los gobiernos. La izquierda llegó al poder y comenzó la alternancia. La transición comenzó hace aproximadamente 30 años a partir de cambios democráticos ocurridos en diferentes países. Este proceso a pesar de sus imperfecciones, ha permitido que el continente esté viviendo un prolongado período de estabilidad política que apunta a consolidarse.

La caída del muro de Berlín, con la reacción en cadena que produjo en toda Europa del Este, fue una revolución anunciada. Lo que está ocurriendo en el mundo árabe no lo predijo nadie. Antes de Túnez y Egipto dominaba la idea de que la democracia era un valor occidental, culturalmente incompatible con la cultura árabe. Sin embargo, la movilización revolucionaria en los países árabes demuestra que el desarrollo de clases educadas, comunicadas e informadas es incompatible con el autoritarismo. Este logra espacio en sociedades con gran retraso político, económico y social. Detrás de cada crisis terminal de un régimen autoritario hay un conflicto de representación y participación en el poder de nuevos grupos sociales. La democracia está demostrando ser un valor cada vez más universal en la medida que el progreso económico transforma la estructura de clases de los países.

En el momento en que los ciudadanos alcanzan un mayor nivel de educación, la crítica, el disenso y la diversidad de pensamiento se multiplican inevitablemente. Es imposible que todo mundo piense de la misma manera y las formas de pensar de las personas tienden a modificarse con el tiempo y con los cambios de condiciones. No pueden todos ser de derecha o de izquierda, creer en Dios o tener el mismo Dios, eso es absurdo. Cuando el número de ciudadanos con conciencia crítica aumenta sustancialmente se debilita la posibilidad de gobernar a partir de la superstición, la religión, el caudillismo, las dinastías familiares y las verdades únicas del dogmatismo político. La vieja alianza Iglesia, militares y terratenientes, que sostuvo la mayoría de dictaduras del continente, se acabó con el crecimiento de las clases medias y el surgimiento de nuevos grupos de poder económico.

La democracia y los derechos humanos no son solo un asunto ético o ideológico, son una tecnología de gobierno que permite mantener cohesionada a la sociedad en medio de las diferencias y la natural diversidad que la compone. Esto es posible cuando hay clases sociales más educadas que entienden que la tolerancia entre contrarios es fundamental para la convivencia pacifica. Pero lo más importante es que ninguna sociedad polarizada en extremo y con divisiones profundas entre sus habitantes es viable ni tiene posibilidades de desarrollo. Por ello, la exclusión social que deriva en exclusión política es un asunto vital de resolver. América Latina no era viable sin la inclusión de las izquierdas, así como el mundo árabe no lo será sin la tolerancia hacia los islamistas hasta lograr su moderación.

Cuando la sociedad se mantiene cohesionada puede utilizar todas sus capacidades y esto da lugar a una relación directa entre democracia y desarrollo. El empobrecimiento social, moral, intelectual, institucional y económico de Cuba tras 50 años de revolución, contrasta con el desarrollo social, educativo, económico e institucional de Costa Rica, Chile y Uruguay; los tres países con mayor vigencia y cultura democrática del continente. Algo igual ocurrió entre el fracaso de la Europa Oriental dominada por los comunistas y el exitoso desarrollo de la Europa Occidental bajo la influencia de la izquierda socialdemócrata. La actual situación de gran violencia, profunda crisis social, extrema pobreza y riesgo de ser estados fallidos de Haití, Guatemala, El Salvador y Honduras son el resultado de haber vivido las dictaduras más represivas y prolongadas del continente. Los riesgos autoritarios y la extrema polarización que viven Bolivia, Venezuela y Ecuador han resultado de haber excluido social y políticamente a una parte considerable de su población.

Después de medio siglo de revolución cubana, la democracia ha demostrado ser más revolucionaria, más capaz de resolver la pobreza y más eficaz en lograr la participación ciudadana a través del voto y las organizaciones de la sociedad civil. En democracia si divides a tu país perderás. Resolver la exclusión social a costa de la exclusión política conduce a conflictos permanentes y a la pérdida de capacidades vitales para el desarrollo. Cuba ha perdido miles de científicos, escritores, artistas y emprendedores, una gran parte de ellos de izquierda y eso mismo está ocurriendo en Venezuela. La sangría intelectual cubana ha sido tal, que no se puede separar el exitoso desarrollo de Florida del exilio cubano.

Es imposible que un pensamiento único derive en progreso. La clave del desarrollo está en la interacción dialéctica entre diversidad, diferencias, pesos, contrapesos, alternancias, aciertos y errores. Las libertades, las leyes y las instituciones son más importantes para los pobres que el paternalismo autoritario. No querer dejar los gobiernos, envejecer en el poder y heredarle a parientes el gobierno no es revolucionario. La izquierda latinoamericana necesita abandonar el mito cubano para asumir de una vez por todas a la democracia como su identidad. La dictadura cubana y las pretensiones autoritarias de Chávez son los últimos obstáculos a la madurez política del continente y a la continuación delavance de la misma izquierda. No hay régimen autoritario eterno, Castro y Chávez no permanecerán, como no permanecieron las dictaduras centroamericanas, las sudamericanas y ahora las árabes, no importa si son religiosas o liberales, de izquierda o de derecha, los pueblos siempre terminan hartos y las derrumban.


Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de conflictos internacionales.

Tomado del diario El País (versión digital), del 22/02/2011

miércoles, 2 de marzo de 2011

Un mundo complejo requiere evidentemente, si no respuestas, al menos enfoques complejos. Este espacio busca ser un aporte a la discusión de problemas sociales, políticos y religiosos, guiado sobre todo por el valor de la tolerancia, fundamental para la vida democrática, y tan despreciado por algunos discursos maximalistas, sectarios e intransigentes. Por ello mismo, esta plataforma no tiene en ningún momento una carácter militante, sino que se plantea como ideal ante todo el análisis y la crítica objetiva e informada.

Roland Barthes hablaba de tres arrogancias, la del militante, la de la ciencia y la de la doxa. Aquí hacemos nuestras estas palabras, en el entendido de que la razón, cuando se tiene, se tiene sólo 'a medias', y que todos -individuos o sectores sociales- tienen alguna verdad que decir, algo que sienta bastante mal a un pseudopensamiento crítico de ínfulas totalitarias.

Sean bienvenidas asimismo todas las colaboraciones que vayan en la línea de la "filosofía" aquí expuesta.

NOTA: La frecuencia de ENTRADAS será, por lo menos al inicio, de 2 Posts semanales.

Carta abierta al diputado José Villalta:


Con asombro recibí la noticia de su misiva a Rectoría y Consejo Universitario, en la que, con motivo de la visita de J. Watson, solicita a la Rectora “la cancelación de la actividad y velar porque la universidad se abstenga en el futuro de realizar actos oficiales con personas cuestionadas por hechos que atentan contra la dignidad humana y los derechos humanos inmensamente (sic) reconocidos“. Dejando de lado el tono amenazante de su comunicado, su actitud como político resulta, como mínimo, reprobable. Como parlamentario le asiste el derecho, y además la obligación, de pronunciarse sobre todo asunto nacional que desde su perspectiva parezca errado o criticable. Lo que resulta indignante es que, en un sistema que se pretende republicano, y que como tal no sólo debe velar por los derechos de las mayorías, si no también de minorías de toda índole, haya usted intentado obstaculizar el derecho de una mayoría deseosa de asistir al evento en cuestión. Más aún, se supone que una cultura con vocación democrática debería potenciar, antes que la tutela y la censura previa, las capacidades discursivas e intelectuales de los ciudadanos, que les permitan decidir por sí mismos lo que les conviene, y de este modo prevenirlos de la manipulación de políticos y “líderes ilustrados” que aspiren a marcarles el camino e instrumentalizar sus voluntades conforme a intereses particularistas.

Sorprende más aún su actitud, por tratarse de un diputado minoritario (único), lo que no le resta un ápice de legitimidad, pero sí le obliga a defender con garra - si se quiere ser consecuente - el derecho a la libertad de información y a la formación libre de opinión, sin tutelas ni mordazas. Estoy dispuesto a defender con las uñas su derecho a ser escuchado, pero con el mismo celo a denunciar posturas intolerantes y sectarias como la que su iniciativa encabezó.

Afortunadamente la posición de la Rectora a este respecto, como en muchos otros, ha sido sensata, valiente y mesurada. Sin embargo, la postura de don Alberto Cortés, defendiendo hasta ahora lo que considero indefendible, me parece tan reprobable como la suya, señor Villalta. Entre los argumentos que ha esgrimido el director del CU, se encuentra el de los límites ético-políticos de la “libertad de cátedra”. Quisiera aquí responderle brevemente: Si James Watson ha hecho anteriormente declaraciones repudiables, como fue el caso, no le compete a usted, ni siquiera a un grupo - pequeño o numeroso, poco importa - prejuzgar sobre la capacidad moral de los ciudadanos. No es casual que los que defienden este tipo de censura sean casi siempre los mismos que desprecian a las “masas” por “ignorantes”, y quisieran sacarlas por decreto de la “enajenación” en que retozan.

Se ha barajado además, para justificar el intento de censura, un argumento que por llamarlo de algún modo, califico de “tercermundista“. Decir que a Watson se le ha impedido hablar en ‘prestigiosas’ universidades e instituciones de Europa y el Primer Mundo, y que por ello el intento de censura en la pequeña Costa Rica, no sólo queda justificado, sino que es tanto más ejemplar por tratarse de un país marginal y “atrasado”, no sólo es una impúdica falacia de autoridad, sino que trasluce un complejo de inferioridad que debería apenarnos a todos. Que se le haya censurado en otras partes del mundo, donde, suponen ellos, “saben” más y mejor que nosotros, no justifica en un milímetro su proceder. Con el malogrado intento de censura, no sólo se quiso cercenar el derecho de una mayoría, universitaria y no universitaria, a asistir a un evento que muchas universidades del mundo hubiesen deseado auspiciar; se irrespetó además un acuerdo previo para transmitir la actividad, cuyo objetivo era precisamente ir más allá de la Universidad y beneficiar a otros sectores que por distintas razones no podían asistir in situ al evento. Eso se llama Acción Social, y figura además entre las misiones de la Universidad de Costa Rica,

Al final de esta mala experiencia, lo que queda al descubierto es la vocación autoritaria y oscurantista de algunos políticos y académicos, quienes pretenden, vía “auto-otorgadas credenciales humanistas y progresistas”, decidir por todos. Se trata además de un peligrosísimo antecendente para la UCR.

Para finalizar, Sr. Villalta, sólo quisiera parafrasear algunos pasajes de su propia misiva, para solicitarle respetuosamente, en calidad de miembro de la comunidad universitaria, “abstenerse en el futuro, desde su posición como diputado, de interferir en los asuntos universitarios y lesionar la libertad de cátedra y la libre circulación de ideas”.


Iván Villalobos A.

Céd. No. 2- 498- 388